El 12 de octubre de 1874, el tucumano Nicolás Avellaneda asumió la presidencia de la República. Corrían tiempos tormentosos, ya que estaba en marcha la rebelión porteñista, que iba a ser prontamente vencida. En su alocución a la Asamblea Legislativa, dijo que el primer magistrado “puede felizmente formular sus propósitos en breves palabras”, porque “su verdadero programa es su juramento, manifestando que lo ha pronunciado son sinceridad religiosa y que lo ejecutará con lealtad, con paciencia constante y con patriotismo”.
Advertía que, “en cuanto a la política interna, profeso las máximas siguientes y subordinaré a ellas mi conducta. Reputo única legitima la tradición de los partidos liberales que lucharon contra Rosas, derrocaron su tiranía, suprimieron las arbitrariedad en el gobierno y fundaron el régimen constitucional, reconstruyendo la autoridad nacional”.
Agregaba: “pero entiendo que el Gobierno fundado por los partidos liberales, no debe ser administrado por castas sacerdotales como las de la India, y que tienen derecho para ser admitidos a su ejercicio, todos los hombre honorables que, aceptando fundamentalmente los hechos y principios sobre las que este reposa, lleven en su corazón y en su mente la aptitud bastante para servir útilmente a la Nación”.
En ese sentido, entendía que “una política de reparación y de liberal tolerancia debe ser adoptada con mayor amplitud; porque, a medida que nos alejamos de las antiguas disensiones, se olvidan o se suprimen sus motivos, y se imprime a nuestro gobierno un carácter más administrativo, contrayéndolo con preferencia a la promoción de los intereses económicos”.